
Ya en las tinieblas de la prehistoria, hace más de 10.000 años, empezó el hombre a aposentarse en el largo valle que el Nilo encinta. Alimentada por el río vivificante, la tierra prosperó y, en el cuarto milenio antes de Cristo, floreció espléndida con el primero de los faraones y vivió en esplendor durante 27 siglos de historia antigua.
Egipto era antiguo aun para los antiguos. Fue una gran nación mil años antes de que los minoicos de Creta construyeran su palacio de Cnosos y unos 900 años antes de que los israelitas siguieran a Moisés cuando los liberó de la esclavitud. Floreció cuando a orillas del Tíber vivían aún en chozas las tribus latinas. Los griegos y los romanos de hace 2000 años veían a Egipto como vemos nosotros las ruinas de Grecia y de Roma.
El gran historiador griego Herodoto recorrio el antiguo Egipto en el siglo V a. de C. y habló de «maravillas en número mayor que las de cualquier otra tierra, y obras grandes sobre toda ponderación». Otros escritores posteriores corroboraron su aserto. Al viajar por el Nilo, pasaron frente a los imponentes túmulos de las pirámides, por las avenidas de esfinges, bajo los esbeltos obeliscos. Se sintieron empequeñecidos ante las abrumadoras figuras de piedra y quedaron intrigados por los enigmáticos jeroglíficos que cubrían los muros de los templos de Egipto.
El hombre moderno conoce muchas civilizaciones vetustas y admirables, algunas de ellas con orígenes brumosos y triunfos que impresionan, pero ¿ qué tiene Egipto para ocupar un lugar aparte?
Por un lado, Egipto fue una de las primeras, entre las viejas tierras, que supo urdir los hilos de la civilización en una cultura en verdad impresionante. y es más: conservo inco1umes sus logros durante más de dos milenios y medio, esto es, en un lapso que tiene muy pocos paralelos en la épica de la humanidad.
La naturaleza favoreció a Egipto. Las primeras civilizaciones de Mesopotamia vivieron en una llanura abierta y tuvieron que gastar buena dosis de sus energías en defenderse unas de otras. Palestina, más a occidente, estaba desamparada en gran parte y era tentadora presa para los invasores. En Egipto la situación fue otra. La barrera de los desiertos bordeaba al Valle del Nilo y disuadía de cualquier in- tenci6n invasora; el pueblo vivía con relativa seguridad. Las tribus dispersas que compartían el río se mezclaban en las aldeas en vez de luchar unas conn otras; los poblados aprendieron a cooperar para regularizar el desbordamiento anual del río de forma j que todos pudieran cosechar con abundancia.
Cooperar significa organizarse. Y fue el don de la organización, quizá más que cualquier otro factor aisladamente considerado, lo que permitió a Egipto erigir un Estado dominante y duradero.
Los Inicios de Egipto
El primer movimiento importante en este sentido se produjo hacia el año 3100 a. de C. En esa época el pueblo egipcio, dividido hasta entonces en dos tierras, el Alto y el Bajo Egipto, se encontró sometido a un solo monarca: era la primera de 30 dinastías de faraones que vinieron después. Así se convirtió en la primera nación unificada del mundo y dio un paso decisivo para constituir una civilización estable. Con las dos primeras dinastías, que abarcaron unos 400 años, Egipto salió de la oscuridad prehistorica para entrar en la plena luz de la historia. A partir de entonces se suceden sus más grandes siglos.
Están divididos en tres épocas principales: el Imperio Antiguo, el Imperio Medio y el Imperio Nuevo, separados por dos períodos intermedios durante los cuales la suerte del país fue temporalmente adversa. Cada uno de los tres Imperios se caracterizó por realizaciones propias. El Imperio Antiguo de Egipto, que duró aproximadamente de 2700 a 2200 a. de C., fue el período de las grandes pirámides. Con el Imperio Medio, poco más o menos desde el año 2000 hasta el 1800 a. de C., Egipto disfrutó de una fuerza política cada vez mayor y de dilatados horizontes económicos. El Imperio Nuevo, que comenzó hacia 1600 a. de C., presenció el cenit del poderío político nacional y la adquisición de un imperio, sobre todo en Asia. Cuando termin6 el Nuevo Imperio, aproximadamente en 1100 a. de C., pasaron los días de Egipto como gran nación, aunque los faraones, entremezclados con conquistadores extranjeros, siguieron ocupando el trono hasta el siglo IV a. de C.
La unicidad de la civilización egipcia empezó a perfilarse ya durante los primeros faraones. Las estructuras política y social cristalizaron pronto en la forma que ivan a conservar pocas interrupciones, a partir de entonces. De hecho y de derecho la fuente capital de todo poder estaba en el gobernante. Agraciado con la doble función de rey y de dios, ocupaba la cumbre de la sociedad. Lo apoyaban los altos funcionarios en quienes delegaba su autoridad. Por debajo de éstos había una burocracia numerosa que descansaba en las anchas espaldas de los obreros y campesinos.
El despertar de Egipto llegó acompañado por la introducción de la escritura, indispensable elemento para que el gobierno centralizado tuviera éxito. Gracias a ella se pudo llevar estadísticas, promulgar órdenes y consignar la historia. Los autores de poemas, crónicas, ensayos y narraciones pudieron entonces confiar sus obras al papiro en vez de hacerlo a la memoria; así nació la literatura egipcia. Los métodos de cálculo vinieron a la par que la escritura. Se logró calcular los impuestos con precisión, levantar censos de las tierras, medir pesos y distancias y contar el tiempo. Podríamos decir que la ciencia médica se inició en Egipto. Aunque los conocimientos de los egipcios estaban teñidos a veces de magia, sus médicos y cirujanos lograron renombre internacional en la Antigüedad, y no sin razón.
Hipócrates de Cos, padre de la moderna medicina, reconoció en el siglo 1 V a. de C. su deuda con Egipto, y lo mismo hizo el famoso anatomista romano Galeno unos 700 años l después.
Como todo el poder emanaba de una sola fuente y cabeza, fue posible reunir la mano de obra necesaria para domeñar al Nilo. Con los primeros faraones se emprendieron grandes obras de riego; se construyó un ancho sistema de canales para llevar el agua a los campos; se embalsó el río con una serie ) de diques y se pusieron en cultivo miles de hectáreas.
Conforme iba ensanchándose la verde franja de las tierras cultivadas a lo largo del río, aumentaba también la riqueza material de aquella civilización.
En el año 2600 a. de C. se aventuraban regular- i- mente en el mar Rojo y en el Mediterráneo oriental a naves comerciales de Egipto cargadas de lentejas, tejidos, papiros y otros productos del país.
Los mercaderes penetraban al sur por tierra hasta muy al interior de Nubia. Florecieron ciudades a la orilla del Nilo y se enriquecieron con los tesoros de Africa y del antiguo Oriente: cobre, bronce, oro y plata, marfil y maderas preciosas, lapislázuli y turquesas, mirra y especias, pieles de animales exóticos y plumas de avestruz.
Con celeridad espectacular surgió una arquitectura digna de reyes y dioses. No había transcurrido un siglo después que el primer faraón del Imperio Antiguo ocupó el trono cuando los constructores egipcios pasaron de los ladrillos de adobe a las complicadas construcciones de piedra, y sus artesanos se cuentan entre los primeros que lograron dominar tan difícil técnica. La misma autoridad omnipotente que dispuso el trabajo de masas humanas para el riego, pudo reclutar brazos sin número para labrar y preparar enormes bloques de piedra, y transportarlos a lugares situados a la orilla del Nilo. En el breve lapso de 200 años, poco más o menos, los constructores de Egipto habían llegado a dominar el nuevo material hasta el punto de erigir las pirámides de Gizeh, maravillas del mundo antiguo, y los más gigantescos sepulcros reales de todos los tiempos.
En los siglos siguientes, desde el Delta, cerca del Mediterráneo, hasta la Baja Nubia, unos 1300 kilómetros al sur, los arquitectos egipcios flanquearon el río de monumentos pétreos que figuran entre los más impresionantes de cualquier época.
La pintura floreció en el Egipto y siguió los pasos de la arquitectura. Desde los tiempos prehistóricos los artesanos del Nilo habían desplegado un gran sentido de la belleza y la simetría, y lo aplicaron hasta los objetos más utilitarios: cuchillos de pedernal, vasijas de piedra o de cerámica, agujas y peines de hueso o de concha. Con la llegada de los faraones cuajó este afán estético en un arte maduro, característicamente egipcio por su concepción y su índole. Durante otros 3000 años Egipto produjo un arte gracioso y espiritual (que sirvió, entre otras cosas, para inspirar a los grandes escultores y pintores griegos nacidos muchos siglos despues).
Los escultores labraron imágenes colosales de impasibles dioses o gobernantes de piedra, y tallaron retratos de tamaño natural sobre la roca, la madera y el cobre. Los pintores añadieron vivaces pigmentos a las obras de los escultores, cubrieron los muros de los templos con majestuosas escenas oficiales y religiosas, decoraron lugares y tumbas con animados frescos. Los edificios notables de los antiguos egipcios relumbraban por su policromía.
Los viajeros de afuera que llegaron al Valle del Nilo mucho después de haber pasado su apogeo aquella civilización, consideraban a los egipcios como seres misteriosos e insondables. En las épocas posteriores, juzgando por las calladas tumbas y los monumentos gigantescos, dedujeron que debió ser un pueblo sombrío, oprimido, obsesionado por la idea de la muerte y condenado para siempre a arrastrar enormes piedras bajo el látigo cruel del capataz.
Hoy sabemos que esta imagen es totalmente falsa. Lejos de ser fúnebres y oprimidos, los egipcios eran gente sociable y alegre, y fueron de los más industriosos pueblos antiguos. Enamorados de la vida, concibieron la muerte tan sólo como venturosa continuación del vivir terrenal y la vida, en general, era amable en Egipto durante el reinado de los faraones. A veces la trastornaban las guerras, la intranquilidad política o el hambre, pero en tiempos normales transcurría serenamente. La suerte de los campesinos, aunque dura, no carecía de compensaciones. El agricultor egipcio conocía más seguridad y tenía menos preocupaciones que sus semejantes de tierras periódicamente devastadas por conquistadores extranjeros. Es verdad que vivía labrando los campos de otro, pero el suelo que cultivaba les daba a él y a su familia el frugal sustento de cada día, y el río era generoso al proveerlo de peces. Durante los meses en que el desbordamiento del Nilo impedía labrar los campos, quizá lo llamaran para trabajar en las canteras o en alguna de las obras del faraón. Pero por otra parte la época de la inundación era temporada de fiestas, y todo trabajo cesaba el tiempo suficiente para permitirle celebrar con otros las grandes solemnidades religiosas
El noble que controlaba la tierra labrada por los campesinos vivía con bastante lujo. Si era un funcionario de alta categoría, su casa – urbana o campestre- solía ser también de ladrillos de adobe, a la usanza de los egipcios en toda su arquitectura doméstica, desde las chozas hasta los palacios, pero estaría probablemente en un jardín natural y cercada por un alto muro. Su encalada blancura y su pórtico se reflejarían en un gran estanque lleno de peces y cubierto de hojas de loto.
Se recibía a los visitantes en un salón central en tomo al cual había salas públicas más pequeñas, cuartos de huéspedes y, por fin, las habitaciones privadas de la familia. Los cómodos muebles – sofás, mesas, sillas, camas, arcas y cortinajes de colores- son testimonio de la habilidad de los artesanos egipcios. Los que vivían en el palacio real disfrutaban de una vida de esplendor. Por los anchos patios, las salas decoradas y los corredores adornados con frisos de tejas de cerámica, fluía la incesante actividad de los negocios imperiales. Sacerdotes de cabeza rasurada, altos dignatarios y oficiales del ejército, todos iban y venían para tratar asuntos interiores, exteriores y religiosos. Llegaban los príncipes vasallos de Siria y Palestina, acompañados muchas veces por pintorescas comitivas. Sobre un estrado, en un majestuoso salón de columnas, se alzaba el trono que ocupaba el rey y dios, rodeado por su guardia personal y asistido por los cortesanos.
Allí recibía a los embajadores de las cortes de Babilonia, Creta, los hititas y otras naciones; y recibía también los ricos tributos que le llevaban los caudillos recién sometidos, que vestían ropas exóticas.
Apartadas del fausto de la corte quedaban las habitaciones privadas del faraón: el vestidor, el dormitorio y el cuarto de baño, y las viviendas anexas del harén real. El «Balcón de las Apariciones» estaba más allá. Desde aquel lugar, en las ocasiones festivas o solemnes, el monarca se mostraba a las muchedumbres reunidas en un patio que quedaba abajo, repartía sus dones y confería regalos y honores a los merecedores.
Aunque sumamente alejada en lo pasado, conocemos mejor la civilización del viejo Egipto que la de cualquier otra nación de la Antigüedad. El Antiguo Testamento abunda en referencias a Egipto. Además, la historia y la literatura escritas por los egipcios mismos se han conservado en la piedra de los monumentos y en los rollos de papiro.
El fundamental afán conservador de los antiguos egipcios ayudó también a salvaguardar los testimonios de su civilización. Aunque en sus últimos días estuvieron sometidos a gobernantes extraños y asaltados en todos sus flancos por influencias extranjeras, se aferraron tenazmente a las costumbres y creencias de su pasado. A eso se debe que muchos restos de su cultura han perdurado virtualmente intactos casi hasta los tiempos modernos, para regocijo de los historiadores del mundo occidental, que los pudieron observar directamente.
A los mismos egipcios se debe la conservación de muchos artefactos de su cultura por la peculiar actitud que tomaron ante la muerte. Puesto que consideraban el más allá como una prolongación de la vida, se preparaban con mucho cuidado para ese tránsito. Cualquiera que tuviese los medios, construía su propia tumba sin ahorrar esfuerzos ni gastos para abastecerla de las muchas cosas reputadas indispensables para la vida posterior. La geografía y el clima colaboraron en este proceso de conservación.
La mayor parte de las tierras que rodean al Nilo son desiertos, donde llueve poco o nada. Los restos del pasado, cubiertos por arena seca, duraron milenios sin sufrir alteración. Hasta los materiales más caducos telas delicadas, artículos de madera frágil, papiros- sobrevivieron relativamente indemnes. Como resultado de estos dos factores – religión y clima -, Egipto siguió siendo un almacén enorme y singular de antigüedades.
Sus artefactos llenan todos los períodos, desde la prehistoria hasta la era mundana y suntuosa de los faraones. Las escenas pintadas en las paredes de la tumbas a partir de los prime- res tiempos dinásticos describen fielmente los muchos detalles de la vida egipcia. La variedad de temas tratados va desde las más bajas tareas de los peones y criados, o desde los juegos inocentes de los niños, hasta la pompa y las ceremonias con que se rodeaba a dioses y reyes. En modelos pequeños de madera se reproducen casas, barcos, soldados con equipo de guerra, carniceros, panaderos y cerveceros en sus tiendas. Aunque los efectos descubiertos en las tumbas -vestidos, instrumentos musicales, muebles, adornos personales, herramientas y armas- eran para uso del muerto, todos ellos arrojan mucha luz sobre la manera de vivir.
No obstante, después de la ruina de la civilización egipcia pasaron muchos años sin que nadie viera lo que alumbraba esa luz. Durante la Edad Media y el Renacimiento las pocas antigüedades egipcias que llegaron a Europa se solían considerar como simples curiosidades incomprensibles.
Hasta el año 1798, cuando Napoleón se lanzó a la conquista de Egipto, no empezó a levantarse el velo. Acompañando a las tropas napoleónicas iba un grupito de sabios dispuesto a estudiar el Valle del Nilo y por obra suya empezó a tomar forma el cuadro de un pueblo vivaz y habilidoso. Cuando uno de los oficiales de Napoleón descubrió la piedra llamada de Rosetta – fragmento de una estela inscrita con caracteres jeroglíficos, demóticos y griegos -, se pudo contar por fin con la clave para recuperar el tesoro perdido de la historia egipcia. El texto bilingüe de la piedra de Rosetta permitió al filólogo Jean Francois Champollion (que había dedicado años al estudio de los idiomas antiguos) anunciar en 1822 que había quedado resuelto el enigma de los jeroglíficos: por primera vez se pudieron leer las pictografías.
Pero tan pronto como Egipto empezó a hablar por sí mismo, el relato de su historia quedó interrumpido repentina y temporalmente por la intervención de vándalos insensatos. Toda Europa ardía en deseos de adquirir antigüedades egipcias. La herencia de los faraones fue expoliada sin misericordia; los fragmentos de arquitectura, las estatuas, las momias, los papiros y los objetos de las tumbas fueron a parar, al mayoreo, a museos y colecciones privadas. Era un mercado regido por la demanda, y los métodos que usaban los cazadores de reliquias fueron rudos, muchas veces no mejores que el saqueo descarado. Un aventurero italiano convertido en arqueólogo, por ejemplo, se abrió camino hasta las tumbas con un ariete, e informó que «a cada paso que yo daba encontraba una momia». Lo que la arena seca había conservado durante milenios, pereció en segundos por la codicia y la premura humanas.
Las autoridades egipcias se convencieron por fin de que debían proteger la menguante herencia de sus antepasados. En 1858, a instancias del ex cónsul Fernando de Lesseps (el mismo francés que más tarde abrió el canal de Suez), nombraron primer conservador de los monumentos egipcios a un experimentado arqueólogo francés, Auguste Mariette. Con el pleno control de las antigüedades en sus manos y con el apoyo del gobierno, Mariette logró poner fin al saqueo de tumbas y templos, y gracias a él se echaron los cimientos del actual Museo de El Cairo, que alberga tantos tesoros del pasado y sin embargo, incluso Mariette y su sucesor francés Gaston Maspero fueron, si los juzgamos con el criterio moderno, inexplicablemente descuidados al excavar los lugares de importancia arqueológica. Hasta William Matthew Flinders Petrie, egiptólogo inglés relativamente desconocido y autodidacto en gran parte, que llegó en 1880 a Egipto, no se empezaron las excavaciones cuidadosa y ordenadamente.
Para Petrie, la arqueología no era simplemente cavar en busca de tesoros, sino medio para reconstruir la vida de un pueblo, tanto del humilde como del opulento, que había enterrado a sus reyes con tal esplendor. Petrie cambió el ariete por el pincel de pelo de camello y el libro de anotaciones. Howard Carter, inglés también y ex alumno de Petrie, descubridor de la tumba de Tutankhamón y su agradable tesoro en 1922, aprendió tan bien la lección de Petrie que tardó ocho años en sacar e inventariar los cientos de ricos objetos apilados en las cuatro cámaras menores de la tumba.
Desde la época de Petrie, gracias a la labor minuciosa de los eruditos y arqueólogos de Francia, Inglaterra, Alemania, los Estados Unidos y otras naciones, se ha revelado gran parte del misterio del Egipto antiguo. Su pueblo y su cultura aparecen ahora como lo que son: como una de las grandes civilizaciones que ha conocido el mundo.